11/06/2008

Costalera


Uno tiene que ser costalero de su propio cuerpo
y de sus propias penas.

Estaba casi bien. Quiero decir, no había preocupaciones excesivas.
Había asumido mis imposibles. Mis estudios rodaban y yo con ellos.
Sólo una cosa que no entendía. No me reía. Y quería reírme;
la sonrisa abierta y las carcajadas de hipo, los mofletes de niña chica...
no aparecían en el catálogo.

Los busqué debajo de la almohada y entre las sábanas negras de H.,
desmonté un sofá-cama en el que nadie duerme desde el primer cuarto,
pensé que quizá se habían quedado pegados en algún espejo
y recorrí todos los escaparates de aquí a Sevilla, por si acaso...
Si la tenía B. sólo tendría que pedírsela
y estaba segura que ni F. ni L. se la habían llevado
(aunque no podría jurarlo); a no ser que se escondiera
en uno de los bolsillos de A. y se fuera a conocer mundo...

Lo que yo decía, que mi sonrisa no aparecía.
Pero de frente y para no olvidarlo apareció M.
¿Y ahora?
Ni sonrisa ni leches. Sujetándome el puño para no darle.
Agujas que pinchan y no sacan sangre. Diluvios en los ojos.
-Hola...
¿Cómo que hola?¿Quién eres tú para mirarme?¿Quién eres tú
para negar mi dolor, mi rabia, mi vida, mi sueño, mi aprendizaje?
¿Quién eres tú para despreciar?
¿Quién eres tú?
Sólo gilipollas, gracias.
(Aunque, de eso, sea responsable, en parte, mi amor)


Lo dicho: copazo, chocolate, chucherías, lágrimas y escritura.
Por fín llegó el momento del encuentro. Creo que no salí tan mal parada (porque pararme, me paré).

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